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La noche en la que Escocia volvió a un Mundial después de 28 años llegó cargada de imágenes, gritos y abrazos, pero hubo un momento que detuvo el ruido. Andy Robertson, capitán y alma de esta selección, se quebró en directo al recordar a Diogo Jota, su compañero en el Liverpool y uno de los amigos más cercanos que el fútbol le dejó. No era solo un homenaje: era un desahogo que llevaba días, quizá meses, empujando desde dentro.
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Robertson confesó que pasó la mañana con la cabeza en otro sitio, pensaba en Diogo Jota. “Sé que hoy estará sonriendo en algún lugar”, dijo con esa mezcla de tristeza y alivio que solo aparece cuando lo que se consigue pesa tanto como lo que se ha perdido. Durante la concentración, en su habitación, la emoción le pasó factura. No podía dejar de pensar en aquellas conversaciones que compartían sobre jugar un Mundial, en los planes que hicieron antes de que la vida cambiara sin avisar.
La clasificación no fue únicamente un resultado deportivo; fue también un recordatorio de lo frágil y poderoso que puede ser el fútbol. Robertson explicó que cada paso que daba sobre el césped le llevaba a Jota, a ese momento hablando de lo que sería jugar un Mundial. Jota se lo perdió por lesión, el escocés lo podrá disputar.
Por eso, cuando Escocia confirmó su regreso al torneo más grande, el capitán no pensó en él, sino en su amigo. En cómo este logro compartido —aunque ahora en distinto plano— era también una forma de cerrar un círculo. La emoción de Robertson fue la emoción de un país, pero también la de un amigo que siente que, en noches como esta, el fútbol devuelve un poco de lo que se lleva.